Densa, compleja y abigarrada la historia de la calle que hoy incluimos en nuestro blog. Una vía, la del Barquillo, cuya denominación nos trae a la memoria ecos tanto populares como aristocráticos. Y con razón, pues su devenir está tan ligado a la realeza como a los más castizos tipos de la Villa y Corte. Rúa que a lo largo de su amplia biografía ha mutado en repetidas ocasiones su personalidad, desde trayecto de salida hacia Vicálvaro a calle de los instrumentos musicales, durante el último tercio del siglo XX. Actualmente se puede calificar de prolongación del remozado tanto física como culturalmente barrio de Chueca, caracterizándose por la presencia en sus portales de numerosos restaurantes, tanto de tradicional y añeja como de nueva cocina o de tiendas de moda donde a precios más o menos asequibles se pueden adquirir vestimentas y complementos recién salidos del magín de estilosos modistas o marroquineros. Es más, se podría hablar incluso de un cierto camaleonismo en cuanto a la idiosincrasia de esta calle se refiere, pues si al anochecer se convierte como decimos líneas atrás en zona ociosa, durante las mañanas uno puede flanear por sus aceras y percibir el olor del asfalto húmedo o comprobar cómo el vecindario aún se saluda de portal a portal o al cruzar sus pasos hacia vaya usted a saber qué menesteres. Está enclavada Barquillo en una zona asaz literaria. Don Ramón de la Cruz se inspiró en los tipos populares de este barrio, otrora de chisperos, para enhebrar algunos de sus entretenidos sainetes. Por otra parte, las calles Almirante y San Marcos, con las que comparte amigable vecindario, fueron escenario de las idas y venidas del protagonista de la obra de Luis Martín Santos Tiempo de Silencio y los personajes de La Fontana de Oro o de La Desheredada de Galdós solían despejarse de sus angustias existenciales caminando por sus aceras. También se han paseado por estos pagos otras congojas de cintura para abajo pues no en vano durante un tiempo no muy lejano sus edificios acogieron nombrados lupanares que sirvieron de válvula de escape a más de un españolito o españolazo de la segunda mitad del siglo XIX y de la primera mitad del XX. O lo mismo también a los del siglo XXI. A saber. Todo ello y más ofrece el perfil de la calle del Barquillo, situada en el denominado barrio de la Justicia, para unos, para otros incluida en el de Chueca y si hacemos caso a Pedro de Répide -a quien confiaremos bastantes de nuestros pasos, una vez más- dándole ella misma nombre a la zona pues no en vano se refiere al barrio del Barquillo en su obra Calles de Madrid.
El barco de la marquesa de Nieves
Vía recta como una vela, se enmarca entre la de Alcalá y la de Fernando VI. Coinciden los expertos en topografía matritense en afirmar que el nombre se lo debe a un barco que la marquesa de Nieves tenía en un un estanque situado en la finca de su propiedad sita donde posteriormente se levantaría el convento de las Salesas, allá en los confines de la calle. El ceramista municipal Ruiz de Luna así lo deja dicho en la placa artística azulejera correspondiente a esta calle. «Formose en tierras de las eras de Vicálvaro, pueblo cuya jurisdicción llegaba hasta estos parajes», nos apunta Répide quien a continuación abunda en el tema del barco para rematar este aspecto afirmando que «lo que evidente es que antes de que existiera la calle ya se encuentra en documentos del siglo XVI la denominación de aquel lugar como las tierras que dicen del Barquillo«. Las primeras referencias escritas como calle hay que situarlas en el siglo XVII al convertirse en paso natural hacia el convento de San Hermenegildo, derribado en 1870 y cuyas huertas ocupaban el espacio actual de la plaza del Rey. De dicho recinto religioso hoy sólo nos queda la iglesia de San José, cuya fachada se encuentra situada en la confluencia de Gran Vía con Alcalá, templo famoso entre otras razones por ser en él donde debutó como misacantano el tan rijoso como devoto escritor Félix Lope de Vega. De esa época también data el antiguo caserón donde moró Julianillo Valcárcel, el hijo del conde-duque de Olivares, recién desposado con doña Juana de Velasco, un edificio derribado hacia el final del siglo XIX. Sin embargo, la importancia de la calle del Barquillo se acentúa considerablemente durante el siglo XVIII. Por varias razones. La primera, porque se convierte en el camino que enlaza el centro de la Villa con el monasterio de las Salesas, fundado por doña Bárbara de Braganza y en cuyos muros habrían de descansar tanto ella como su marido, el segundo rey borbón, Fernando VI. Esto le valió el apelativo de calle real, título que sólo ostentaban en aquella época Lavapiés y Almudena. Otra razón de peso para acrecentar su fama fue la construcción en sus aledaños del palacio de Buenavista, que actualmente no da a la calle por la interferencia del Instituto Cervantes. Y otra razón más, la de ser una zona popular, escenario como ya dijimos de las correrías de los personajes de algunos de los sainetes de Don Ramón de la Cruz. Pero dejemos que sea Pedro de Répide quien nos ilustre con su pluma, siempre sedosa y mesurada, acerca de sus peculiaridades pues «el del Barquillo como su inmediato barrio de San Antón, y más allá el de Maravillas, era, en efecto, típico de la chispería de la corte, que iba a buscar pelea con la manolería de Lavapiés. Abundaban en esa parte de Madrid los obreros del hierro y existían gran número de fraguas, de lo que vino a aquellos el nombre de chisperos, así como su aspecto sucio y tiznado provocaba el desprecio de los pintureros manolos de los barrios bajos, que, al contrario, se distinguían por su cuidado y rumbo en el acicalamiento de su persona». En el sainete Los bandos de Avapiés o la venganza del Zurdillo, Don Ramón de la Cruz describe con detalle aquellas contiendas en las que vencían siempre los del Barquillo, «como más brutos que eran», Répide dixit. Las peleas no entendían de edades y así los críos de ambos barrios se enzarzaban a pedradas e incluso -¡qué envidia!- dirimían sus disputas mediante coplas del tipo «Si no me habéis conocido/en el pico del sombrero,/soy del barrio del Barquillo/traigo bandera de fuego». Lo del sombrero tenía que ver con la fábrica que desde 1727 se había levantado en la calle, la mejor sombrerería de Madrid, y que constituía un motivo de orgullo para los vecinos del barrio. No podemos pasar página, en cuanto a Don Ramón de la Cruz y la chispería se refiere, sin mentar la casa de Tócame Roque, situada al final de la calle en su confluencia con la de Belén, que serviría a aquél de tema para su sainete La Petra y la Juana o El buen casero. Es decir, no se trató de una ficción literaria sino que la vivienda existió en la realidad. Se trataba de una edificio popular en forma de corrala, destartalado y sucio al decir de los que lo conocieron, y muy conocido incluso durante el siglo XIX por ser propiedad de unos hermanos que respondían respectivamente a los nombres de Juan y Roque. La vivienda tenía aforo para unas setenta personas y como cualquier corrala que se preciara contaba con un patio interior con balcones corridos, todo ello en un entorno feo e insalubre propio de aquellos tiempos. Por otra parte, las relaciones entre los moradores no eran precisamente amigables, de lo que se deduce el significado actual de la expresión Casa de tócame Roque. Las disputas por heredarla, consecuencia de la deficiente redacción de la herencia, que no dejaba claro a quién de los dos hermanos correspondía, dio pie a la expresión de uno de ellos «tócame a mí» a lo que respondía el otro con lo mismo. De ahí pasó al acervo popular con su título apócrifo. La corrala se hizo tan popular que, cuando en 1850 el Ayuntamiento de Madrid decide derribarla, los vecinos montaron en cólera enfrentándose a los representantes del consistorio.
Presidio, teatros, Tabacalera, ONCE, Colegio de Arquitectos, Cervantes
A lo largo de su historia la calle del Barquillo ha albergado todo tipo de empresas, negocios o instituciones culturales y educativas. Se sabe que en 1845 en su esquina con la calle Almirante estuvo situado un presidio modelo en el solar que había acogido con anterioridad el convento de San Vicente de Paúl, según cuenta Pedro de Répide. La prisión contaba con capacidad para recoger a medio millar de reclusos y, aunque no estuvo en funcionamiento durante mucho tiempo, se sabe que tomó cierta fama por la calidad de los terciopelos y lienzos que manufacturaban los penados. No podemos tampoco dejar al margen la contribución de esta calle a la cultura tanto dramática como filológica. La relacionada con las tablas le viene -Don Ramón de la Cruz al margen- de principios del siglo XX cuando en el número 24 se inauguró el teatro Infanta Isabel, que aún hoy afortunadamente no ha cerrado sus puertas y que por su trayectoria podemos considerar unos de los templos del drama con más historia actualmente en la capital. Antes de su apertura, hacia 1913, había sido sala de cinematógrafo con el nombre de Cinema Nacional. Después se transformó en el Petit Palais, local que alternaba el nuevo arte de la imagen en movimiento con las variedades. En el Infanta Isabel estrenaron obras a lo largo del siglo XX autores de la talla de Galdós, los hermanos Quintero, Arniches, Jardiel Poncela, Jacinto Benavente, Buero Vallejo, Mihura, Alonso Millán o Alonso de Santos, es decir un abanico de dramaturgos que abarca los más diversos estilos que ha dado la escena española durante la anterior centuria. Aunque toca de pasada, también el teatro Apolo -el antiguo- tiene su relación con la calle del Barquillo. Su fachada principal daba a Alcalá 45, en el mentado solar del convento de San Hermenegildo. Contaba con una aforo para 2.500 espectadores y abrió sus puertas en 1873 con el objetivo de representar comedia española. Pero fue la zarzuela la que le dio fama a lo largo de la Restauración y la que lo convirtió en un templo emblemático del llamado género chico. Sin embargo, varios fracasos empresariales, o quizá los cambios en el gusto del público, derivaron en su cierre a finales de los años 20 del siglo pasado. El solar lo adquirió el banco de Vizcaya y actualmente es propiedad del Ayuntamiento capitalino. Su relación con la calle a la que hoy dedicamos el post le viene de que los actores tenían su puerta de entrada y salida por el actual número 1 de Barquillo. Más o menos. Pero escribíamos líneas atrás de la contribución de nuestra calle hodierna a la cultura filológica y no podemos olvidarnos, por consiguiente, del Instituto Cervantes, situado actualmente en el edificio de las Cariátides, la famosa casa de «¡joder qué puertas!» con que lo denominó el siempre ocurrente además de castizo madrileño de a pie cuando en 1918 concluyó la ejecución de los planos que habían diseñado los arquitectos Palacios y Otamendi. La expresión de sorpresa se debía a la presencia de cuatro imponentes cariátides, es decir, columnas en forma de mujer, situadas a ambos lados de la entrada, con cuya visión aún hoy podemos recrearnos. El solar había albergado con anterioridad al palacio del marqués de Casa-Irujo. Finalizaremos esta entrada haciendo mención a otros vecinos ilustres que ha tenido la calle del Barquillo a lo largo de su historia. Como personas físicas hay que decir que en el número 5 tuvo su despacho el político, jurista, economista e historiador Joaquín Costa. Recuerden, aquel que con tanto tino defendía durante el último tercio del siglo XIX y principios del XX que la regeneración de España pasaba por llevar adelante su lema «escuela, despensa y siete llaves para el sepulcro del Cid». Todavía están a tiempo los políticos actuales de tomar nota. Un poco más allá, en el número 24, nació el general Castaños, vencedor de los franceses en la batalla de Bailén, y en esta misma calle vivió asimismo Eduardo Marquina, el ariete del teatro en verso español de principios del siglo XX. También el pintor rococó de origen italiano Jacopo Amigoni fue vecino de esta rúa y en ella plantó su caballete durante algunos años de su dilatada existencia. En cuanto a empresas que se han asentado durante algún tiempo en la calle del Barquillo hay que nombrar a Tabacalera Española, hoy desaparecida con esa nomenclatura, y la Organización Nacional de Ciegos. Igualmente hasta 2012 fue sede central del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid. Mucho y bueno, por tanto, ha jalonado la dilatada existencia de esta calle del Barquillo por más que actualmente no aparente otra cosa que ser una de las muchas vías que aprovechan el tirón del barrio de Chueca para abrir negocios dedicados a la restauración, más o menos innovadores, u otros que tienen como denominador común la moda, ¡perdón!, el estilismo rabiosamente fashion. Pero no se dejen arredrar por las apariencias de modernidad y una mañana de primavera -por ejemplo- enfilen a primera hora y sin prisas desde la embocadura de Alcalá hasta Fernando VI, flaneen a su sabor y descubran a algún dependiente, mano al palo de su escoba, echando un requiebro a una moza de falda apretada, talle de avispa y tacón alto. Los y las hay, se lo juro. O a una señora entrada en años y carnes, volviendo del mercado con unos puerros asomando por la boca del carrito de la compra que ni Galdós redivivo la habría encontrado más al pelo para una de sus novelas. O a un maduro caballero de poblado bigote y desaliñada figura, con el cigarro en la comisura de los labios, echando pestes de Florentino Pérez y de los mimos que derrocha con los que sólo besan el escudo por dinero. Se los encontrarán y merece la pena verlos a todos ellos en su salsa.