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Calle del Barquillo

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Calle Barquillo. Foto http://www.minube.com

Densa, compleja y abigarrada la historia de la calle que hoy incluimos en nuestro blog. Una vía, la del Barquillo, cuya denominación nos trae a la memoria ecos tanto populares como aristocráticos. Y con razón, pues su devenir está tan ligado a la realeza como a los más castizos tipos de la Villa y Corte. Rúa que a lo largo de su amplia biografía ha mutado en repetidas ocasiones su personalidad, desde trayecto de salida hacia Vicálvaro a calle de los instrumentos musicales, durante el último tercio del siglo XX. Actualmente se puede calificar de prolongación del remozado tanto física como culturalmente barrio de Chueca, caracterizándose por la presencia en sus portales de numerosos restaurantes, tanto de tradicional y añeja como de nueva cocina o de tiendas de moda donde a precios más o menos asequibles se pueden adquirir vestimentas y complementos recién salidos del magín de estilosos modistas o marroquineros. Es más, se podría hablar incluso de un cierto camaleonismo en cuanto a la idiosincrasia de esta calle se refiere, pues si al anochecer se convierte como decimos líneas atrás en zona ociosa, durante las mañanas uno puede flanear por sus aceras y percibir el olor del asfalto húmedo o comprobar cómo el vecindario aún se saluda de portal a portal o al cruzar sus pasos hacia vaya usted a saber qué menesteres. Está enclavada Barquillo en una zona asaz literaria. Don Ramón de la Cruz se inspiró en los tipos populares de este barrio, otrora de chisperos, para enhebrar algunos de sus entretenidos sainetes. Por otra parte, las calles Almirante y San Marcos, con las que comparte amigable vecindario, fueron escenario de las idas y venidas del protagonista de la obra de Luis Martín Santos Tiempo de Silencio y los personajes de La Fontana de Oro o de La Desheredada de Galdós solían despejarse de sus angustias existenciales caminando por sus aceras. También se han paseado por estos pagos otras congojas de cintura para abajo pues no en vano durante un tiempo no muy lejano sus edificios acogieron nombrados lupanares que sirvieron de válvula de escape a más de un españolito o españolazo de la segunda mitad del siglo XIX y de la primera mitad del XX. O lo mismo también a los del siglo XXI. A saber. Todo ello y más ofrece el perfil de la calle del Barquillo, situada en el denominado barrio de la Justicia, para unos, para otros incluida en el de Chueca y si hacemos caso a Pedro de Répide -a quien confiaremos bastantes de nuestros pasos, una vez más- dándole ella misma nombre a la zona pues no en vano se refiere al barrio del Barquillo en su obra Calles de Madrid.

El barco de la marquesa de Nieves

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Placa en el lugar donde estuvo  la casa de Tócame Roque. http://www.edicioneslalibreria.com

Vía recta como una vela, se enmarca entre la de Alcalá y la de Fernando VI. Coinciden los expertos en topografía matritense en afirmar que el nombre se lo debe a un barco que la marquesa de Nieves tenía en un un estanque situado en la finca de su propiedad sita donde posteriormente se levantaría el convento de las Salesas, allá en los confines de la calle. El ceramista municipal Ruiz de Luna así lo deja dicho en la placa artística azulejera correspondiente a esta calle. «Formose en tierras de las eras de Vicálvaro, pueblo cuya jurisdicción llegaba hasta estos parajes», nos apunta Répide quien a continuación abunda en el tema del barco para rematar este aspecto afirmando que «lo que evidente es que antes de que existiera la calle ya se encuentra en documentos del siglo XVI la denominación de aquel lugar como las tierras que dicen del Barquillo«. Las primeras referencias escritas como calle hay que situarlas en el siglo XVII al convertirse en paso natural hacia el convento de San Hermenegildo, derribado en 1870 y cuyas huertas ocupaban el espacio actual de la plaza del Rey. De dicho recinto religioso hoy sólo nos queda la iglesia de San José, cuya fachada se encuentra situada en la confluencia de Gran Vía con Alcalá, templo famoso entre otras razones por ser en él donde debutó como misacantano el tan rijoso como devoto escritor Félix Lope de Vega. De esa época también data el antiguo caserón donde moró Julianillo Valcárcel, el hijo del conde-duque de Olivares, recién desposado con  doña Juana de Velasco, un edificio derribado hacia el final del siglo XIX. Sin embargo, la importancia de la calle del Barquillo se acentúa considerablemente durante el siglo XVIII. Por varias razones. La primera, porque se convierte en el camino que enlaza el centro de la Villa con el monasterio de las Salesas, fundado por doña Bárbara de Braganza y en cuyos muros habrían de descansar tanto ella como su marido, el segundo rey borbón, Fernando VI. Esto le valió el apelativo de calle real, título que sólo ostentaban en aquella época Lavapiés y Almudena. Otra razón de peso para acrecentar su fama fue la construcción en sus aledaños del palacio de Buenavista, que actualmente no da a la calle por la interferencia del Instituto Cervantes. Y otra razón más, la de ser una zona popular, escenario como ya dijimos de las correrías de los personajes de algunos de los sainetes de Don Ramón de la Cruz. Pero dejemos que sea Pedro de Répide quien nos ilustre con su pluma, siempre sedosa y mesurada, acerca de sus peculiaridades pues «el del Barquillo como su inmediato barrio de San Antón, y más allá el de Maravillas, era, en efecto, típico de la chispería de la corte, que iba a buscar pelea con la manolería de Lavapiés. Abundaban en esa parte de Madrid los obreros del hierro y existían gran número de fraguas, de lo que vino a aquellos el nombre de chisperos, así como su aspecto sucio y tiznado provocaba el desprecio de los pintureros manolos de los barrios bajos, que, al contrario, se distinguían por su cuidado y rumbo en el acicalamiento de su persona». En el sainete Los bandos de Avapiés o la venganza del Zurdillo, Don Ramón de la Cruz describe con detalle aquellas contiendas en las que vencían siempre los del Barquillo, «como más brutos que eran», Répide dixit. Las peleas no entendían de edades y así los críos de ambos barrios se enzarzaban a pedradas e incluso -¡qué envidia!- dirimían sus disputas mediante coplas del tipo «Si no me habéis conocido/en el pico del sombrero,/soy del barrio del Barquillo/traigo bandera de fuego». Lo del sombrero tenía que ver con la fábrica que desde 1727 se había levantado en la calle, la mejor sombrerería de Madrid, y que constituía un motivo de orgullo para los vecinos del barrio. No podemos pasar página, en cuanto a Don Ramón de la Cruz y la chispería se refiere, sin mentar la casa de Tócame Roque, situada al final de la calle en su confluencia con la de Belén, que serviría a aquél de tema para su sainete La Petra y la Juana o El buen casero. Es decir, no se trató de una ficción literaria sino que la vivienda existió en la realidad. Se trataba de una edificio popular en forma de corrala, destartalado y sucio al decir de los que lo conocieron, y muy conocido incluso durante el siglo XIX por ser propiedad de unos hermanos que respondían respectivamente a los nombres de Juan y Roque. La vivienda tenía aforo para unas setenta personas y como cualquier corrala que se preciara contaba con un patio interior con balcones corridos, todo ello en un entorno feo e insalubre propio de aquellos tiempos. Por otra parte, las relaciones entre los moradores no eran precisamente amigables, de lo que se deduce el significado actual de la expresión Casa de tócame Roque. Las disputas por heredarla, consecuencia de la deficiente redacción de la herencia, que no dejaba claro a quién de los dos hermanos correspondía, dio pie a la expresión de uno de ellos «tócame a mí» a lo que respondía el otro con lo mismo. De ahí pasó al acervo popular con su título apócrifo. La corrala se hizo tan popular que, cuando en 1850 el Ayuntamiento de Madrid decide derribarla, los vecinos montaron en cólera enfrentándose a los representantes del consistorio.

Presidio, teatros, Tabacalera, ONCE, Colegio de Arquitectos, Cervantes

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Actual sede del Instituto Cervantes en calle Barquillo esquina con Alcalá.

A lo largo de su historia la calle del Barquillo ha albergado todo tipo de empresas, negocios o instituciones culturales y educativas. Se sabe que en 1845 en su esquina con la calle Almirante estuvo situado un presidio modelo en el solar que había acogido con anterioridad el convento de San Vicente de Paúl, según cuenta Pedro de Répide. La prisión contaba con capacidad para recoger a medio millar de reclusos y, aunque no estuvo en funcionamiento durante mucho tiempo, se sabe que tomó cierta fama por la calidad de los terciopelos y lienzos que manufacturaban los penados. No podemos tampoco dejar al margen la contribución de esta calle a la cultura tanto dramática como filológica. La relacionada con las tablas le viene -Don Ramón de la Cruz al margen- de principios del siglo XX  cuando en el número 24 se inauguró el teatro Infanta Isabel, que aún hoy afortunadamente no ha cerrado sus puertas y que por su trayectoria podemos considerar unos de los templos del drama con más historia actualmente en la capital. Antes de su apertura, hacia 1913, había sido sala de cinematógrafo con el nombre de Cinema Nacional. Después se transformó en el Petit Palais, local que alternaba el nuevo arte de la imagen en movimiento con las variedades. En el Infanta Isabel estrenaron obras a lo largo del siglo XX autores de la talla de Galdós, los hermanos Quintero, Arniches, Jardiel Poncela, Jacinto Benavente, Buero Vallejo, Mihura, Alonso Millán o Alonso de Santos, es decir un abanico de dramaturgos que abarca los más diversos estilos que ha dado la escena española durante la anterior centuria. Aunque toca de pasada, también el teatro Apolo -el antiguo- tiene su relación con la calle del Barquillo. Su fachada principal daba a Alcalá 45, en el mentado solar del convento de San Hermenegildo. Contaba con una aforo para 2.500 espectadores y abrió sus puertas en 1873 con el objetivo de representar comedia española. Pero fue la zarzuela la que le dio fama a lo largo de la Restauración y la que lo convirtió en un templo emblemático del llamado género chico. Sin embargo, varios fracasos empresariales, o quizá los cambios en el gusto del público, derivaron en su cierre a finales de los años 20 del siglo pasado. El solar lo adquirió el banco de Vizcaya y actualmente es propiedad del Ayuntamiento capitalino. Su relación con la calle a la que hoy dedicamos el post le viene de que los actores tenían su puerta de entrada y salida por el actual número 1 de Barquillo. Más o menos. Pero escribíamos líneas atrás de la contribución de nuestra calle hodierna a la cultura filológica y no podemos olvidarnos, por consiguiente, del Instituto Cervantes, situado actualmente en el edificio de las Cariátides, la famosa casa de «¡joder qué puertas!» con que lo denominó el siempre ocurrente además de castizo madrileño de a pie cuando en 1918 concluyó la ejecución de los planos que habían diseñado los arquitectos Palacios y Otamendi. La expresión de sorpresa se debía a la presencia de cuatro imponentes cariátides, es decir, columnas en forma de mujer, situadas a ambos lados de la entrada, con cuya visión aún hoy podemos recrearnos. El solar había albergado con anterioridad al palacio del marqués de Casa-Irujo. Finalizaremos esta entrada haciendo mención a otros vecinos ilustres que ha tenido la calle del Barquillo a lo largo de su historia. Como personas físicas hay que decir que en el número 5 tuvo su despacho el político, jurista, economista e historiador Joaquín Costa. Recuerden, aquel que con tanto tino defendía durante el último tercio del siglo XIX y principios del XX que la regeneración de España pasaba por llevar adelante su lema «escuela, despensa y siete llaves para el sepulcro del Cid». Todavía están a tiempo los políticos actuales de tomar nota. Un poco más allá, en el número 24, nació el general Castaños, vencedor de los franceses en la batalla de Bailén, y en esta misma calle vivió asimismo Eduardo Marquina, el ariete del teatro en verso español de principios del siglo XX. También el pintor rococó de origen italiano Jacopo Amigoni fue vecino de esta rúa y en ella plantó su caballete durante algunos años de su dilatada existencia. En cuanto a empresas que se han asentado durante algún tiempo en la calle del Barquillo hay que nombrar a Tabacalera Española, hoy desaparecida con esa nomenclatura, y la Organización Nacional de Ciegos. Igualmente hasta 2012 fue sede central del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid. Mucho y bueno, por tanto, ha jalonado la dilatada existencia de esta calle del Barquillo por más que actualmente no aparente otra cosa que ser una de las muchas vías que aprovechan el tirón del barrio de Chueca para abrir negocios dedicados a la restauración, más o menos innovadores, u otros que tienen como denominador común la moda, ¡perdón!, el estilismo rabiosamente fashion. Pero no se dejen arredrar por las apariencias de modernidad y una mañana de primavera -por ejemplo- enfilen a primera hora y sin prisas desde la embocadura de Alcalá hasta Fernando VI, flaneen a su sabor y descubran a algún dependiente, mano al palo de su escoba, echando un requiebro a una moza de falda apretada, talle de avispa y tacón alto. Los y las hay, se lo juro. O a una señora entrada en años y carnes, volviendo del mercado con unos puerros asomando por la boca del carrito de la compra que ni Galdós redivivo la habría encontrado más al pelo para una de sus novelas. O a un maduro caballero de poblado bigote y desaliñada figura, con el cigarro en la comisura de los labios, echando pestes de Florentino Pérez y de los mimos que derrocha con los que sólo besan el escudo por dinero. Se los encontrarán y merece la pena verlos a todos ellos en su salsa.

 

 

 
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Publicado por en diciembre 12, PM en Calles

 

Cuesta de Moyano

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Cuesta de Moyano un domingo por la mañana

Perderse una mañana de domingo por las casetas de la cuesta de Moyano es uno de los placeres más valorados por cualquier aficionado a la lectura que se precie de serlo. Lo agradece el cuerpo, aireado en un lugar hasta donde llegan los efluvios del cercano Retiro y del no menos cercano Jardín Botánico. Se le da cuartel al intelecto, que disfrutará como cerdo revolcándose en charca rebuscando entre centenares de vetustos tomos y olisqueando ese aroma a papel viejo, cada vez más infrecuente. Además, al trepar por la cuesta, entre puesto y puesto, recuerda uno, agradecido, al personaje histórico que da nombre a esta empinada vía, Claudio Moyano, a quien debemos probablemente la ley de Educación que más transcendencia ha tenido para generaciones y generaciones de españoles, a quienes sacó del analfabetismo. Por último, rendimos pleitesía a este Madrid de nuestras querencias, que se muestra en todo su esplendor en un entorno donde la historia ha escrito páginas imborrables sin necesidad de acudir al relato de batallas, disputas y broncas varias, tan caras al espíritu hispano. Porque tenemos cerca la basílica de Nuestra Señora de Atocha que enfrenta incruelmente su más rancia tradición con la flamante y remodelada estación de ferrocarril. Contamos con un paseo del Prado, que arranca a la altura de la Cuesta de Moyano y que nos recuerda que este era el lugar de ver y dejarse ver en la Villa y Corte de los Austrias. Los Borbones también dejaron su estela con la construcción del Jardín Botánico, adlátere a la vía de la que hoy hablamos. Y tras recorrer la empinada cuesta llegaremos, tras escrutar con pasión, que no metodología, de entomólogo los puestos de libros viejos, a una de las puertas del Retiro, la llamada del Ángel Caído pues por ella, calle Alfonso XII mediante, se accede a la avenida que nos conduce a la singular escultura dedicada a Lucifer. Marco incomparable la cuesta de Moyano, por más que suene a tópico, escenario o telón de fondo donde recrearse quienes aún sentimos esa atracción fetichista por el volumen de papel, el libro de toda la vida. Paraíso a punto de perderse para quienes crecimos en una infancia sin libros y a quienes este bendito objeto vino a rescatar de la amenaza de una vida a ciegas. Consejero fiel de quien recibir las respuestas tanto a dudas profundas como a infantiles cuestiones. Guía espiritual que nunca nos ha negado la paz y la tranquilidad en momentos tormentosos. Psicólogo de cabecera, siempre con la receta a punto para salvarnos de un bajón moral, para darnos fuerzas cuanto estas flaquean o para iluminarnos en la oscuridad cuando nuestros ojos no dan más de sí. Fetiche, compañero, refugio, guía, ¡cómo vamos a abandonarlo cual trasto inservible ahora que las nuevas tecnologías nos impelen a ello! Nunca ni por nunca podrán los nuevos artefactos electrónicos sustituir a quienes atiborran nuestras estanterías al extremo de querer echarnos de casa. Y menos cuando se trata de viejos que no obsoletos tomos, esos compañeros de orgías intelectuales que han dado oxígeno en el pasado a tantos y tantos asfixiados y que esperan humildemente en la cuesta de Moyano que alguien los considere útiles en un inmediato futuro.

Calle y ley de Claudio Moyano

Claudio MOyano

Monumento con la estatua de Claudio Moyano y Samaniego al inicio de la cuesta

La cuesta de Moyano es la denominación popular con que se conoce a la calle de Claudio Moyano. Dicha vía, en cuesta naturalmente, enlaza el paseo del Prado con el parque del Retiro y su fama le viene por las casetas de venta de libros de segunda mano y ocasión que ocupan desde 1925 su margen izquierda, la que da al Jardín Botánico. Recibe el nombre del político de origen zamorano Claudio Moyano y Samaniego, conocido por ser el autor intelectual de la Ley de Instrucción Pública de 1855. Al principio de la rúa, junto a la glorieta de Atocha, una estatua de bronce nos recuerda al personaje que desde tiempos lejanos tiene unido su nombre a esta singular y corta arteria. En concreto, fue en 1899 cuando se decidió instalar en el lugar una estatua de cuerpo entero de Moyano. Posteriormente fue trasladada y en 1982 restituida nuevamente al lugar que hoy ocupa, coincidiendo con el 150 aniversario de la aprobación de la ley educativa por él impulsada. A finales del siglo XIX, cuando se decidió colocar el monumento, no era la cuesta de Moyano lugar de fiar. Se encontraba a las afueras de la capital y esto daba pie a que fuera refugio de gentes de mal vivir. Ese es el aspecto que destaca Pedro de Répide, que algo sabía del tema, en su Calles de Madrid, cuando hacia 1920 la describe, avisando que «por su especial situación, queda casi solitaria al anochecer, y durante la noche es poblada por un mundo equívoco que se ampara en la soledad del lugar y en las sombras nocturnas». A continuación, se refiere a la estatua de Moyano en clave prosopopéyica, lamentando que presida «mal de su grado esa población misteriosa, parte de la cual le ha venido arrebatando sucesivamente la verja y los relieves de bronce de su pedestal. Don Claudio Moyano se ve obligado a resisitir en el bronce estas faltas al orden y a otras cosas, que él no habría podido tolerar viviendo, pues que el grave autor de la Ley de Instrucción Pública, y consecuente enemigo de la libertad, era un adusto y ceñudo caballero a quien estaba reservado padecer en broncínea efigie este castigo a sus excesivas virtudes». Hay que suponer que donde dice libertad Répide se refiera a lo que hoy entendemos por libertinaje pues no vemos a Moyano como alguien opuesto a la libertad por más que pasara de una ideología liberal en sus primeros años en la política al posterior moderantismo. Pues bien, el adusto y ceñudo caballero al que se refería Répide había nacido en un pequeño pueblo zamorano en 1809. Se licenció en Derecho, Latín y Filosofía a los 23 años, tras pasar por las universidades del Salamanca y Valladolid. Fue rector de las de Valladolid y Madrid, alcalde de la ciudad del Pisuerga y posteriormente, en 1843, diputado a Cortes por la misma ciudad. Después sería nuevamente elegido diputado por Zamora y Toro, lo que le abriría las puertas de la alta política, entrando en 1853 en el gobierno para hacerse con la cartera de Fomento. Tras ostentar diversos cargos ministeriales fue nombrado senador en 1881, escaño que ocuparía con carácter vitalicio desde 1886 hasta su fallecimiento en 1890. Pero es la fecha de 1855 la que marcará su carrera como político pues es entonces cuando impulsa la reforma del sistema educativo español a través de la ley por la que es conocido y con cuyo apellido ha pasado a la historia. La Ley Moyano puso las bases para el ordenamiento educativo español durante los siguientes cien años y aún actualmente la distribución de las enseñanzas es básicamente la que diseñó el politico zamorano. Se planteó sacar a España de la deplorable situación en que se encontraba desde el punto de vista educativo ya que, a mediados del siglo XIX, los índices de analfabetismo superaban a la práctica totalidad de los países europeos desarrollados. Organizó la educación reglada en tres niveles, tal como hoy día se encuentra estructurada, es decir, una Enseñanza Primaria, obligatoria desde los seis hasta los nueve años y gratuita para quienes no pudieran pagarla. En la práctica dependía de los municipios y de la iniciativa privada. A continuación, el diseño legislativo preveía la Seguna Enseñanza o Enseñanzas Medias, en la que se ordenaba la apertura de institutos de Bachillerato y escuelas normales de Magisterio en cada capital de provincia, además de permitir a las órdenes religiosas acceder a su impartición. Por último, la Enseñanza Superior se reservaba al Estado a través de las universidades. Prácticamente -hay que insistir en ello- como hoy en día, lo que es un índice significativo del valor que tuvo esa ley allá por los albores del estado moderno español. Oficialmente la ley permaneció en vigor hasta 1970 en que con Villar Palasí se instauró la enseñanza obligatoria hasta los 14 años, edad ampliada hasta los 16 por la infausta Logse.

La feria del libro viejo

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Primeras casetas instaladas en 1925 en la cuesta

Una de las numerosas ferias que se celebraban en Madrid desde tiempos lejanos y que perduraba todavía a finales del siglo XIX era la existente en Atocha, en la que se ofrecían diversos productos, entre ellos libros. Ese es el origen de la actual presencia de las cerca de 50 casetas dedicadas a la venta del libro viejo y de ocasión, que de forma permanente abren sus postigos cada día en la cuesta de Moyano. En la enciclopedia virtual leemos que «en 1919 este sector de libreros abandonó Atocha para instalarse en el paseo del Prado, delante del Jardín Botánico». Parece ser que el director del Botánico no veía con buenos ojos el que los libreros ocuparan el espacio frontero con la verja del jardín por «improcedente y perjudicial para la salud» y el Ayuntamiento ordenó el traslado a la cuesta, calle que se había abierto recientemente en terrenos que habían pertenecido al recinto botánico. Es en ese momento, 1925, cuando se puede dar por oficial la fecha de su instalación definitiva en el lugar que hoy podemos visitar. Los libros se vendían a 15 céntimos, lo que dio pie a que Gómez de la Serna, siempre atento a sacar punta a cualquier detalle anecdótico y quedar de marisabidillo, la calificara de feria del boquerón, porque ese era el precio que tenían esos pescaditos en aquellos tiempos. El arquitecto Luis Bellido diseñó unos cajones hechos de madera de pino, de quince metros cuadrados cada uno, antecedente de los actuales. «El ayuntamiento fijó como número máximo el de treinta casetas, prohibió poner tinglados auxiliares, utilizar alumbrado o calefacción y subarrendar el puesto. El canon a pagar por los arrendatarios oscilaba entre las treinta y las cincuenta pesetas mensuales, que debían abonar en los ocho primeros días de cada trimestre», leemos en Wikipedia. Pero no acabaron ahí las polémicas por la ubicación de los libreros de viejo. Varios intelectuales consideraban inadecuado, improcente y vejatorio el lugar, de ahí los comentarios de Répide o Gómez de la Serna, y solicitaban la vuelta a la anterior ubicación del paseo del Prado. El alcalde de entonces, un tal Pedro Rico, solicitó un estudio pero, llegó la República, después la Guerra Civil y en la posguerra los ánimos no estaban para este tipo de menudencias. El emplazamiento se había estabilizado y… pues eso, política de hechos consumados y la cuesta de Moyano que ya se ha convertido para los restos en sinónimo de lugar de venta de libros de viejo y ocasión. Tras varios proyectos de remodelación que quedaron en papel mojado en 1984 el ayuntamiento concede el permiso correspondiente para que las casetas se doten de agua, electricidad y teléfono, obras que desplazaron provisionalmente a los libreros a su antigua ubicación del paseo del Prado. En 2004 la construcción de una subestación eléctrica bajo la calle obliga a una nueva vuelta provisional al paseo, lo que fue aprovechado para rehabilitar y reformar la vía hasta darle el aspecto que hoy podemos percibir y cuya inauguración se produjo en la primavera de 2007. Al final de la misma, frente al Retiro, se colocó una estatua de Pío Baroja, uno de los promotores de la feria. Dicha efigie del escritor vasco fue trasladada desde su primera ubicación en el parque madrileño por antonomasia.

La cuesta y sus libros en la literatura

JOSÉ-GUTIÉRREZ-SOLANA-AUTORRETRATO.

Autorretrato de Gutiérrez Solana

El devenir de los puestos de libreros de la cuesta de Moyano ha sido recogido en numerosas obras literarias y citado repetidamente por diversos escritores quienes, casi siempre, han tratado con cariño este reducto de aficionados a husmear entre sus numerosos puestecillos, con la ilusión de encontrar ese trébol de cuatro hojas que es el libro antiguo anhelado desde hace años. Azorín y Baroja eran habituales de la cuesta, Cela la nombra en su Viaje a la Alcarria lamentando que «los libros de lance guarden herméticamente su botín inmenso de vanas ilusiones que fracasaron, ¡ay! sin que nadie se enterase». Más cercanos a nosotros Andrés Trapiello y Óscar Esquivias la citan en sus diarios y novela respectivamente. Pero fue en 1923 cuando el también pintor José Gutiérrez Solana le iba a dedicar un maravilloso artículo descriptivo en su obra Madrid, callejero, escenas y costumbres, siempre desde la óptica expresionista que caracterizó la producción tanto narrativa como pictórica del madrileño. Se centra en primer lugar en razonar las causas de que los volúmenes acaben sus días en lo que él llama la feria de Atocha. Ello se debe, por un lado, a la desidia de los familiares de viejos lectores ya fallecidos, «restos de bibliotecas cuyos volúmenes amontonaron en vida los muertos con tanto deseo como si fueran a coleccionar todo lo que se ha escrito y que la familia, no siendo más que una carga pesada, los malvendió».  Por otra parte, están los «desechos de las tiendas de viejo de las calles de la Abada, San Bernardo, Pez y Jacometrezo…/… libros en montón y no catalogados por falta de tiempo, unidos a otros de cierto valor para atraer la atención de los lectores». Todos ellos van a parar a las que llama barracas de viejo donde «hay rebuscadores de láminas y libros que se llenan los bolsillos de rollos y tomos. En los estantes se ven apretados y empolvados los libros; recostada en ellos hay una escalera para alcanzar los de las últimas filas». La cruda descripción se orienta ahora hacia la figura de un librero, epítome del resto de colegas, que «viste un largo delantal amarillo; es vegetariano y ateo; tiene gran fuerza y agilidad; lleva la cabeza al descubierto y rapada, lo mismo en verano que en invierno, y los pies desnudos; mira los tomos muy de cerca con los gruesos cristales de sus gafas y trepa por la escalera como un mono, bajando y subiendo libros, que limpia a zorrazos, levantando nubes de polvo, dando chillidos al enfadarse con la demás dependencia y poniéndose encarnado de cólera». Entre los volúmenes que pueblan las estanterías se detiene Gutiérrez Solana en los tomos del Semanario Pintoresco, con los artículos de costumbres de Mesonero y los dibujos de Alenza. Otros clásicos como los Viajes de Gulliver o las novelas de Walter Scott también llaman su atención antes de observar algunos tomos de Gil y Blas, periódico agresivo, censurado en numerosas ocasiones y de cuya lectura «se saca en limpio que la política en España siempre ha sido una merienda de negros». La mirada escrutadora y siempre incisiva de Gutiérrez Solana llega al extremo cuando se fija en un montón de libros que están en el suelo, «la polilla y los gusanos han dejado en sus hojas un taladrado muy limpio, que forma unas curvas; algunos agujeros han atravesado, por entero, los volúmenes hasta el cuero de la encuadernación».  La crítica reivindicadora del valor del libro, a la vez que censora con el abandono en el que han caído los que por la cuesta de Moyano se encuentran, es el eje de un artículo cuyo simbolismo raya la desesperanza. Es el cementerio de los libros lo que está describiendo Solana con más rabia que nostalgia y lamenta que mucha gente «principalmente el público compuesto de mujeres y niños, pase indiferente ante los puestos de libros viejos y llene los barracones del cóndor de los Andes, el Circo y el teatro del ventrilocuo». En fin, real y actual como la vida misma pues también en aquellos tiempos la lectura tenía que competir con otras formas de ocio que requerían menos esfuerzo en su asimilación.

 

 

 
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Publicado por en julio 15, PM en Calles

 

Calle del Prado

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Interesante panorámica de la calle del Prado cerca del anochecer

La calle del Prado es otra de las importantes del barrio de Las Letras. Comunica la plaza de Santa Ana con la Carrera de San Jerónimo, a la altura del Congreso de los Diputados, en un relativamente pronunciado descenso. En su recorrido hace esquina con otras vías a las que hemos dedicado en nuestro blog su espacio correspondiente, como es el caso de la de Echegaray o la del León. Además se cruza con la de Ventura de la Vega y la de Santa Catalina en un área de reconocido flaneo tanto nocturno como diurno. Es una rúa donde el ocio está presente en una parte importante de sus portales. Restaurantes, tiendas de nuevas tendencias de moda u hoteles compiten por un preciado espacio y en amigable camaradería con una institución tan señera como el Ateneo y con un pasado plasmado en la historia de sus cafés ya desaparecidos, la servidumbre de paso para el teatro Español o, ya a su final, la casa de Abrantes que tantos recuerdos culturales ha recogido entre sus paredes. Al margen de sus locales orientados al ocio desde hace ya algunas décadas, cuando se llevó a cabo su ya lejana semipeatonalización, esta vía junto a otras del barrio se ha visto revalorizada como zona residencial, ciertamente cotizada. Se trata de una calle de mucho y variado trasiego pues a lo dicho anteriormente hemos de añadir que se trata de un vaso comunicante importante para el turismo extranjero que se suele servir de ella como puente de paso desde la manzana central hacia el Prado, con los museos como punto de destino. Lejos queda ya su simple dedicación al negocio de las antigüedades, por lo que era conocida durante el primer tercio del siglo XX, al respecto de lo cual Pedro de Répide escribía en su Calles de Madrid, reseñando que dicho uso era lo más singular de su tipismo, «los negocios de anticuarios abundan en ella especialmente y se extienden por sus afluentes, formando así un barrio dedicado en especial a ese comercio». Y añade al respecto que «por interesante paradoja, en esta calle, donde se recogen y valoran las antiguallas, vino a situar su representación el estado más nuevo de Europa, aniquilador de todo lo viejo, pues en ella se domicilió la oficina rusa de los Soviets, sustituyendo a la embajada del imperio de los zares». No olvidemos el contexto histórico que envolvía al mundo cuando el Ciego de Vistillas escribía lo más importante de su obra y que no era otro que el surgido de la revolución bolchevique y de la Primera Guerra Mundial. Pues aquí, en esta popular calle del barrio de los Austrias situaron los rojos por antonomasía su primera representación exterior en nuestro país, una vía que no hace falta decir que debe su nombre a que, desde que la Villa y Corte extendiera sus tentáculos más allá de la manzana central, comunicaba dicho centro con el paseo del Prado, aunque nunca tuviera la importancia ni el trasiego de la Carrera de San Jerónimo, más a su izquierda, o de la calle Atocha, a su derecha.

Ateneo de Madrid

Ateneo

Fachada de la entrada del Ateneo

Si hay una institución que lleva su historia unida a la de la calle del Prado esa es el Ateneo de Madrid, que desde 1884 tiene situada su sede en el número 21. El discreto edificio actual es obra de los arquitectos Landecho y Fart y se inauguró el último día de enero de dicho año. Pero dejemos una vez más que sea Répide quien con su amable, sedosa y manierista prosa nos describa las peculiaridades artísticas de un edificio que suele pasar desapercibido para quien no está en la onda del Madrid del barrio de Las Letras. Porque, como apunta nuestro guía topográfico, «su fachada es estrecha y en ella sólo hay espacio para la puerta de entrada y un balcón que la domina». Y es que nada ha cambiado en cuanto a la arquitectura exterior desde la fecha de su apertura oficial por lo que la descripción de Répide sigue teniendo total vigencia. Por tanto, dejémosle que siga su alocución sin interrumpirle más que lo justo y necesario: «tres medallones ostentan las efigies de Cervantes, Alfonso X y Velázquez. El salón de sesiones es de considerable capacidad y tiene el techo pintado por Arturo Mélida. Rodea su planta un zócalo coronado por los retratos de varios presidentes del Ateneo. En los departamentos interiores hay pinturas de Lhardy, Monleón, Campuzano, Beruete, Taberner y otros artistas». Esto en cuanto al edificio se refiere. Por lo que atañe a sus parroquianos, Répide recuerda con veneración cuasi religiosa a los más importantes hombres y mujeres de las letras españolas de finales del siglo XIX, que ocupaban sus salones en tiempos en los que las fuentes de información eran más limitadas que en la actualidad, en busca del saber acumulado en su apreciada biblioteca, «gala principalísima del Ateneo de Madrid, la más nutrida y valiosa de cuantas existen en la capital de España. Siempre recordaremos con devoción cuando acudíamos a ella en nuestros tiempos mozos y veíamos sus pupitres ocupados por los literatos y pensadores más eminentes. Clarín trabajaba constantemente allí. Picón era también muy asiduo y algunas veces acudía a hojear las últimas revistas y los libros recién llegados Emilia Pardo Bazán. Don Joaquín Costa armonizaba su grandiosa figura con grandes pilas de libros, entre los que aparecía su busto de coloso. Azcárate asistía con frecuencia, Eusebio Blasco escribía allí muchos de sus artículos y a veces un dependiente de la casa entraba presurosamente a solicitar un determinado volumen.  Era para bajarlo a la Cacharrería donde Echegaray pontificaba y quería reforzar sus argumentos con tal o cual texto que recordaba o le venía a la memoria». Pura delicia leer y deleitarse con la descripción del ambiente que debía rodear la institución en sus años más gloriosos, cuando no dejaba de ser uno de los templos del saber más importantes del país y por cuyas salas se podía topar cualquier visitante con mitos vivientes de las más diversas artes. Pero incluso cuando Répide escribe sobre el Ateneo ya éste había dejado atrás su edad de oro, como se deduce de las palabras con las que apostilla su descripción, «últimamente había cambiado el aspecto de la biblioteca. Solamente la presencia del venerable Carracedo y de algún que otro escritor contemporáneo podía hacer recordar su antiguo carácter». Hoy en día esta institución languidece devorada por unos tiempos donde el saber y la investigación bibliográfica siguen otros derroteros y donde las ciencias sociales han sido arrinconadas por las experimentales y tecnológicas. No es mal momento, por consiguiente, para recordar a los fundadores del Ateneo, quienes encabezaron sus primeros estatutos con el emblema de que Sin ilustración pública no hay auténtica libertad. Se inauguró el 1 de junio de 1820, con el advenimiento del Trienio LIberal y con una mochila de ilusiones que verter en un tipo de asociación tradicional ya en los países desarrollados de Europa pero de la que se carecía por estos pagos. Aquellos ciudadanos, de mentalidad ilustrada y con las Cortes de Cádiz aún en su retina, se propusieron según sus propios testimonios «la formación de una sociedad patriótica y literaria para la comunicación de las ideas, el cultivo de las letras y de las artes, el estudio de las ciencias exactas, morales y políticas y contribuir, en cuanto estuviese a su alcance, a propagar las luces entre sus conciudadanos». No es posible ambicionar y definir más y mejor con menos palabras. Alcalá Galiano, Palafox, Ferraz y Flores Calderón, entre otros, formaron parte del núcleo fundador de una institución que, en al margen de los vaivenes políticos del momento, fue solidificándose cual Guadiana que siempre acaba por emerger. La calle Atocha fue el escenario de su primera sede para venir posteriormente a parar a la casa de Abrantes, en esta calle del Prado, esquina con San Agustín, después de la muerte de Fernando VII y de su refundación de la mano de los románticos. Pero el periplo viajero no acabaría ahí porque más tarde debió trasladarse al número 27 de nuestra vía desde donde se mudaría a continuación al número 33 de la calle de Carretas. La plazuela del Ángel sería su siguiente sede y de ahí se desplazaría a la calle de Montera 32, antes de establecerse cómo decíamos líneas arriba en el número 21 de la calle del Prado en 1884, de donde no se ha vuelto a mover.

Servidumbre de paso para el Teatro Español

Prado- León

Esquina de la calle del Prado con la del León

Pero no solamente de la historia del Ateneo se nutre la calle del Prado. Ni mucho menos. Nada más salir de la plaza de Santa Ana, a mano izquerda, todavía hoy podemos observar un vetusto portón pintado en un azul ceniciento que fue utilizado desde el siglo XIX por los reyes para ocupar sus aposentos correspondientes en el teatro Español. Nos cuenta Répide que anteriormente fue «en el siglo XVII, según escritura que otorgó el Ayuntamiento el 1 de septiembre de 1631 ante el escribano don Juan Manrique con doña Juana González Carpio, propietaria de la casa número 1, el lugar por donde se entraba a la cazuela de mujeres en el Corral del Príncipe». Nos encontramos al inicio de la calle, donde colinda con la del Príncipe y donde una vieja conocida nuestra, Pepa La Naranjera, tenía su puesto de venta y recibía los requiebros de los paseantes, discretos requiebros no fueran a llegar a los oídos del felón, amante de la manola y mujer que, según Répide, «en el Madrid de las postrimerías de Fernando VII alcanzó por sus donaires tanta celebridad como su hermosura». Y en esta misma calle y esquina estuvo el café de Venecia, propiedad de Felipe Juliani, que desde principios de los años 30 del siglo XIX acogería al mundo de la farándula principalmente, pues en este local era donde se solían firmar los contratos con las compañías teatrales cuando el clima no propiciaba que se hiciera en la misma plaza de Santa Ana. Bajamos hasta la esquina con la calle del León, en cuyos alrededores se encontraba el mentidero de los representantes. En dicho cantón estuvo situado un café de renombre y tradición como lo fue el del Prado, nacido con la Gloriosa y donde años más tarde solía tocar el violín el joven Tomás Bretón. Se dice que cierto domingo recibieron la visita de un joven de diez años de edad y larga melena. Aquel niño que se acercó a los músicos con la osadía y el descaro propios de la edad no era otro que Isaac Albéniz. Bécquer, Menéndez Pelayo o Ramón y Cajal fueron asiduos de un local cuyos techos llamaban la atención por las pinturas de pequeños ángeles que parecían revolotear sobre los parroquianos. Décadas más tarde alumnos de la Residencia de Estudiantes como Lorca, Buñuel, Jarnés o Rafael Barradas solían frecuentar sus veladores. Para cerrar este apartado de cafés situados en la calle del Prado no debemos dejar de decir que el número 10 dio cobijo provisionalmente al de Levante cuando la remodelación de la Puerta del Sol obligó a cerrar sus puertas y trasladarse desde el solar original. Las pinturas de Alenza eran su mejor reclamo y ya en la entrada correspondiente de este blog se ofrece información más al detalle. Pero volvamos a la esquina de la calle del Prado con la del León porque muy cerquita de allí, en el número 20, se encontraba la vivienda del periodista y político español de origen polaco, Luis José Sartorius y Tapia, conde de San Luis, vivienda que al estallar la revolución de 1854 fue asaltada y sufrió su completo desvalijamiento, como sucedería por las mismas fechas y motivos con la del marqués de Salamanca en la calle Cedaceros o la de la reina madre en la calle de las Rejas. Dice Répide que sus «riquísimos y artísticos enseres ardían en medio de la calle». Nos nos olvidemos de citar uno más de los cafés que por aquí sentaron sus reales, en este caso el llamado Eldorado. Tampoco nos olvidemos del número 24, el antiguo palacio llamado de los condes de San Jorge, que fuera la primera sede de la Sociedad de Autores, germen de la actual y desprestigiada SGAE. Todo ello antes de llegar a la casa de Abrantes, en la esquina con la calle San Agustín y donde, al margen de ser una de las primeras sedes del Ateneo, estuvo situada la redacción del periódico El Globo, fundado por el político y eminente orador Emilio Castelar y cuyo primer director fue Alfredo Vicenti. Escribe Répide que «ostentaba en la muestra dorada el famoso emblema de la pluma y el lápiz cruzados, porque fue el primer diario que publicó grabados, ornato reservado hasta entonces a las publicaciones quincenales y semanales». El Globo fue un diario matutino de ideología republicana que se publicó ininterrumpidamente desde 1875 hasta 1930. Vicenti lo dirigió hasta 1895 en que dimitió por discrepancias políticas con Castelar. Durante esta primera etapa cuenta con plumas de la talla de Valle-Inclán o Francisco Alcántara Jurado. En 1896 fue adquirido por el conde de Romanones quien puso la publicación en manos de Francos Rodríguez, que se encargaría de la dirección. Más tarde lo compró Emilio Riu y es en esta época cuando publica escritos de Baroja y Azorín. Posteriormente fue languideciendo hasta su desaparición, debido a una progresiva devaluación de su producto periodístico. Devaluación que no le ha llegado -ni creemos que le llegue- a nuestra calle del Prado pues toda esa historia a la que hemos hecho mención a lo largo de la entrada ha servido, sirve y servirá de sólido fundamento para sostener un presente relajado o bullicioso, según las horas del día de que hablemos, y un futuro que se presume prometedor toda vez que son cada día más las personas que aprecian lo que de valor tiene, no solo la vía sino todo este barrio que rezuma saber y diversión a partes iguales.

 

 
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Publicado por en junio 27, PM en Calles

 

Calle de La Gorguera (O Núñez de Arce)

Calle Núñez de Arce

Estampa cotidiana de la calle Nuñez de Arce

Seguimos nuestro transitar por el barrio de las Letras, las Musas, los Comediantes o sencillamente de Huertas. Y hoy nos vamos a fijar en una calle que une la de la Cruz con la plaza de Santa Ana, una vía discreta, sin casas solariegas, palacios o teatros, es decir, sin ningún elemento que llame especialmente la atención, salvo algunos restaurantes cercanos a la plaza, cuyas fachadas lucen espléndidos azulejos artísticamente historiados. Una calle que en algunos tramos de su corto recorrido da la impresión de encontrarse fuera de uso pero que incluye a lo largo de sus aceras estos establecimientos de restauración que causan la admiración particularmente de la feligresía guiri, que suele elegirlos para dar contento a su estómago o para rendir culto al siempre ávido Baco. Se trata por lo demás de una rúa que hemos visto nombrada en textos literarios, como La Fontana de Oro de Galdós, pero a la que se refiere muy de pasada uno de nuestros gurús matritenses habituales, Ramón de Mesonero. Sin embargo, la otra pierna sobre la que solemos apoyarnos, Pedro de Répide, sí que le dedica un espacio amplio y bien avenido en su Calles de Madrid, especialmente en lo que se refiere a la sabrosa leyenda que conduce a este nombre de La Gorguera. Que por cierto no es el que ostenta en la actualidad ya que desde 1904 las placas del Ayuntamiento la nombran como calle de Núñez de Arce, en honor del político y poeta realista con ecos romanticistas que pasara una parte de su existencia en la Villa y Corte, donde al fin le vino la Parca a visitar, aunque algo lejos de aquí, en la calle de la Cruzada, junto a la plaza de Ramales. Bien es verdad que la calle Núñez de Arce no es una de las más significativas del barrio farandulero por antonomasia pero tiene su gracia con sus edificios ennegrecidos por el paso de los años y con sus portalones de finales del siglo XIX y principios del XX. No en vano, durante el siglo XIX e incluso principios del XX esta calle se caracterizaba por su ingente número de casas de huéspedes, en las que se solían hospedar toreros y cómicos así como aspirantes a vivir de las musas. A ella daba una puerta trasera del vecino teatro de la Comedia y en su día albergó una notable casa de baños además de una tienda de ultramarinos que permanecía abierta al público avanzada ya la vigésima centuria. Actualmente esta vía está despojada de locales tan singulares y es de las que se suelen atravesar sin pausa en dirección bien a plaza de Santa Ana, bien a la zona de Majaderitos o a la plaza de Canalejas. Pese a su actual discreción, démosle su cancha y su espacio y enfrasquémonos en describir su historia, que a buen seguro que deleitará al flaneante despistado que se deje caer por este humilde blog.

 La agorera María Mola

Como apuntábamos en el preámbulo, su tradicional nombre de calle de La Gorguera, por el que fue conocida esta rúa hasta bien avanzado el siglo XX, procede de una corrupción lingüística del adjetivo agorera y nada tiene que ver con el complemento del vestir del siglo de oro, consistente en un adorno del cuello hecho de lienzo plegado y alechugado -RAE dixit. No, la agorera en cuestión fue una hechicera que se trasladó a vivir a Madrid desde Burgos, cuya leyenda o historia -a saber- recogió Pedro de Répide en su día, lo que posibilita que nosotros podamos darla a conocer a un más amplio número de personas. «Tratábase de una mujer llamada María Mola -narra El ciego de Vistillas–  que después de haber sufrido en Burgos castigo por sus licencias y paseado la ciudad sacada a la vergüenza, emplumada y con coroza, vino a parar en Madrid, no siéndola permitido habitar dentro de la Villa, viéndose obligada a vivir en una casa de las afueras como lo era entonces este sitio, y a ella acudían las gentes ignorantes del vulgo para consultar sus presagios». La desterrada María Mola había ejercido de sacerdotisa de Venus en la ciudad castellana pero parece ser que desde su llegada a Madrid sus dotes para anticipar acontecimientos se hicieron populares de forma inmediata. Tanto es así que incluso un fraile franciscano se atrevió a consultar su bola de cristal o cualesquiera que fueran las artes medianeras que utilizara. Un lego, a quien la adivina daba en limosna de tarde en tarde un celemín de harina, recomendó al religioso visitar a María Mola e «iba el seráfico acometido de escrúpulos, no vacilando en acudir a una práctica prohibida y demoniaca». Ya se sabe, a espaldas de sus superiores pues se consideraba arte de brujería y pecado enjundioso todo lo que tuviera que ver con la adivinación. La agorera lo hace penetrar en el «recinto encantado, donde hacía sus conjuros y sortilegios previniéndole que al siguiente día, cuando él dijera misa, que era la del alba, se le aparecería en la iglesia un ángel o un demonio, según fuera el estado de su conciencia». Para qué más, el frailecillo, preso de sus escrúpulos y mediatizado por la sugestión, al decir la misa consiguiente «estando el templo en tinieblas por ser una oscura madrugada de invierno, al volverse hacia la desierta nave, vio uno que le pareció monstruo infernal, con alas y cuernos, trepando por la cadena de la lámpara y dando agudísimos chillidos, con lo que recordando el infeliz el agüero del día anterior tuvo por cierto que el demonio se le había aparecido y cayó desmayado ante el altar». Pero se descubrió el pastel que no era otro que el que la adivina había soltado una lechuza en la iglesia, que voló hacia el aceite de la lámpara. Las autoridades tomaron cartas en el asunto y, apoyándose en una ordenanza de 1411 de Juan II de Castilla contra los hechiceros, condenaron a muerte a María Mola quien «después de ahorcada fue cubierto su cadáver con piedras que le arrojaron, y del antro en que vivía y ejecutadas sus satánicas artes, quedó el nombre al lugar y después a la calle que hubo de ser allí trazada».

Núñez de Arce, político y escritor

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Retrato del poeta y político Gaspar Núñez de Arce

El 31 de enero de 1904 el Ayuntamiento de Madrid ordenó cambiar el nombre de la calle y dedicársela al poeta y político de origen castellano Gaspar Núñez de Arce, quien había muerto seis meses antes en su vivienda de la calle de la Cruzada, donde aún hoy una placa recuerda el óbito. Como político fue diputado por Valladolid, la ciudad que le vio nacer el 4 de agosto de 1834, gobernador civil de Barcelona y ministro de Ultramar, Interior y Educación por el partido progresista de Práxedes Mateo Sagasta. Al margen de su biografía en la cosa pública hay que decir que fue hijo de un modesto empleado de correos que deseaba que su vástago se vistiera por la cabeza. Pero parece ser que el joven Gaspar no estaba por la labor de entrar en el seminario y huyó de la vivienda familiar, instalándose en Madrid donde comenzó a colaborar en distintas publicaciones de ideología liberal. Firmaba sus encendidos artículos sobre la necesidad de unificar las diversas ramas del liberalismo con el seudónimo de El Bachiller Honduras, antes de decidirse a dar el salto a la literatura dramática. Llegó incluso a estrenar en Toledo una obra titulada Amor y orgullo. Pero no debía ser ese el camino que la providencia le tenía marcado y, una vez aplacadas las ínfulas románticas y teatrales, participó como cronista en la guerra de África antes de entrar de lleno en el mundo de la política, en los prolegómenos del Sexenio Revolucionario. En 1874 fue nombrado académico de la Lengua y desde 1882 hasta la fecha de su fallecimiento presidió la Asociación de Escritores Españoles. En su texto teórico Discurso sobre la poesía se nos presenta como un vate muy consciente de la misión del escritor en la sociedad. Definió la poesía como «arte maestra por excelencia puesto que contiene en sí misma todas las demás: esculpe con la palabra como la escultura con la piedra; anima sus concepciones con el color, como la pintura, y se sirve del ritmo, como la música». No cabe duda de que, pese a sus orígenes románticos y pese a escribir una gran parte de su obra poética bajo el cobijo del prosaico narrativismo realista, sus palabras son un guiño al incipiente Modernismo, como comunión de las artes, que echaba sus primeros brotes y que habría de triunfar de la mano del nicaragüense Rubén Darío, coincidiendo con las últimas décadas del siglo XIX. Al margen de lo dicho, no cabe duda de que estamos ante un poeta menor que escribió durante una época donde el Realismo absorbía todos los esfuerzos literarios pese a que los últimos ecos románticos aún resonaban de la mano fundamentalmente de Bécquer y Rosalía de Castro. Se atrevió a decir Nüñez de Arce que los versos del autor de las Rimas eran «suspirillos germánicos» lo que le valió la lógica censura del mundo literario de su época. El mismo Répide le replica por escrito afirmando que «quien permanece en la memoria y, sobre todo, en el corazón de las gentes, no es precisamente el retumbante constructor de versos -en alusión a Núñez de Arce- sino los poetas que, como supo cantar el clásico, recuerdan más al aura que pasa callada y mansamente por las montañas y no gárrula y sonora en el cañaveral».

El impresor Joaquín Ibarra y Marín

Retrato de Cervantes

Portada del Quijote impreso por Joaquín Ibarra y Marín

La información sobre la calle de La Gorguera o Núñez de Arce no sería completa, ni por asomo, si no le dedicáramos un apartado al impresor de origen aragonés Joaquín Ibarra y Marín, quien instaló su taller en el número 13 moderno de nuestra vía. De artífice insigne se calificó a este artesano de la tipografía que vivió entre 1725 y 1785 y que recibió los más encendidos elogios de la sociedad de su tiempo, incluido el monarca Carlos III, gran apasionado del arte impresorio, que visitaba con frecuencia el taller de Ibarra en la calle de La Gorguera, descubriéndose al entrar en señal de admiración y cortesía. A Joaquín Ibarra se le deben inventos e innovaciones encaminados al perfeccionamiento de las impresiones referidos a las tintas empleadas, de una calidad y brillantez excepcionales, a tenor de lo que dicen quienes conocieron su taller. Su impresión de La conjuración de Catilina y La guerra de Yugurta de Salustio, estampado en 1772, fue reputado como el más primoroso de cuantos aparecieron en Europa en el siglo XVIII. Un dechado de perfección fue la edición del Quijote en cuatro tomos que, por encargo de la Real Academia de la Lengua, vio la luz en 1780, tanto por la perfeccion de los tipos, fabricados expresamente, como por la excelencia de las láminas grabadas en acero o las ilustraciones. La imprenta de Ibarra llegó a ser la más importante del siglo y llegó a contar con dieciséis prensas y más de cien empleados. Fue impresor del Rey, del Consejo Supremo de las Indias, del arzobispo primado, de la Real Academia de la Lengua y del Ayuntamiento capitalino. Su  muerte causó profunda consternación en aquel Madrid ilustrado y entidades, corporaciones, bibliófilos, libreros y demás gentes del mundo de la impresión mostraron sus más sentidas y sinceras condolencias. En periódicos y revistas se multiplicaban las elegías, los sonetos encomiásticos o los artículos laudatorios, valorando tanto su arte como sus virtudes humanas. Pero habría de pasar cerca de siglo y medio para que en 1923 el Ayuntamiento de la Villa y Corte decidiera colacar una lápida de azulejos bancos y azules de Talavera en el número 7 de la ya calle de Núñez de Arce con la inscripción «aquí estuvo la casa de Ibarra. Gloria de la Imprenta Española». Dicha placa talaverana fue sustituida por otra menos aparente en 1943. Quién sabe si los rigores de la Guerra Civil algo tuvieron que ver en la desaparición de la primera.

Liceo Artístico, Gran Oriente de España y Callejón del Gato

Callejón del Gato

Nuevos espejos deformantes situados en el callejón de Juan Álvarez Gato

No nos perdonaríamos abandonar esta humilde rúa sin recordar que en el número 13, morada del literato José Fernández de Vega, se fundó el 22 de mayo de 1837 el Liceo Artístico y Literario, una sociedad dedicada al fomento y prosperidad de la literatura, la pintura, la escultura, la declamación y la música, artes a las que contribuían con su aportación personal los miembros que componían este círculo intelectual, uno de los muchos que en aquellos primeros tiempos de libertad, tras la muerte de Fernando VII, contribuyeron al despertar cultural de la ciudad y de la nación. Un año más tarde ya habían encontrado una sede acorde con sus magnas intenciones y abandonaron la vivienda de Fernández de Vega para sentar sus reales nada menos que en el palacio de Villahermosa, actual sede del museo Thyssen-Bornemisza. Y muy cerca de ese número 13, en la misma acera aunque en el número 5 de esta calle de La Gorguera, tenía su sede mediado el siglo XIX la obediencia masónica española conocida como Gran Oriente de España, creada por el conde de Aranda un siglo atrás, en concreto en 1760, inspirándose en la francmasonería francesa. En un principio se denominó Gran Logia aunque a partir de 1780 cambió el nombre por el de Gran Oriente de España. Se sabe que en 1800 controlaba 400 logias distribuidas por toda la geografía nacional y que estaba dirigida por el conde de Montijo, quien había sustituido a Aranda tras su fallecimiento. Gracias al periodo de libertad que se vivió durante el Sexenio Revolucionario, el Gran Oriente de España pudo darse a conocer públicamente y exponer abiertamente sus postulados ideológicos en el Boletín del Gran Oriente de España, publicado por vez primera el 1 de mayo de 1871, precisamente cuando se sabe que su sede se encontraba en la calle de la que estamos escribiendo. Dos semanas más tarde de esa puesta en escena pública, se aparecía el número 2 del boletín donde se definía a la Masonería en los siguientes términos: «Masonería es la reunión de hombres libres y honrados que, siendo verdaderos apóstoles de la verdad, la ciencia y la virtud, marchan a la vanguardia del progreso; instruyen sin cesar con la enseñanza y con la práctica lo que es bueno y lo que es bello, y procuran hacer de la humanidad una sola familia de hermanos, unida por el trabajo, el amor y por el pensamiento». Dicho queda y en tan grandilocuentes e indiscutibles palabras nos ponemos a pensar a la vez que recapacitamos sobre lo necesario que sería que en la sociedad actual tuvieran plasmación en la vida diaria. Mientras discurrimos escépticos, abandonamos a paso quedo la calle de La Gorguera (O Núñez de Arce) en dirección a la plaza de Santa Ana, donde nos hemos prometido obsequiarnos con una jarra de rubia espumosa. Pero no nos regalaremos ese lujo propio de calendas veraniegas sin dejar anotado en nuestro cuadernillo virtual que a nuestra derecha un estrecho aunque coqueto y artísticamente enjalbegado callejón lleva el nombre de Juan Gato. Estrecho y corto en su longitud pero famoso por sus espejos deformantes, que plasmara Valle-Inclán en su tragedia cumbre Luces de Bohemia. No son los actuales los espejos lque contempló el extravagante gallego. Aquellos eran de cuerpo cuasi entero mientras que los hodiernos son poco más que una mala copia testimonial de los que una nefasta noche de los años noventa del siglo XX unos desalmados destrozaron. Ello no impide que nos asomemos a ellos para que, una vez más, nos devuelvan unos rasgos personales deformes y esperpénticos reflejo de la oscura sociedad que nos ha tocado vivir. Y es que ya lo dijo Max Estrella, para definir España hay que ir al callejón del Gato y mirarse en los espejos cóncavos. En fin, demos marcha atrás, derrotemos hacia Santa Ana y levantemos nuestra friísima jarra en honor del insigne escritor y extravagante ciudadano que dejó plasmada en su teatro, con pulso firme y con crudeza inmisericorde, la mediocridad que nos rodea y que tantas veces nos asfixia.

 

 

 

 
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Publicado por en junio 5, PM en Calles

 

Calle de Huertas

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Calle de Huertas aproximadamente a la altura de la plaza de Matute

Si todas las calles del llamado indistintamente barrio de Las Letras, Los Comediantes o Las Musas cuentan con una densa y prolija historia de siglos, la vía de la que hoy vamos a escribir no la tiene menor pues no en vano otro de los nombres por el que se conoce este popular arrabal del Madrid de los Austrias es por el suyo, barrio de Huertas. Ello se debe a esta calle, que discurre entre las plazuelas del Ángel y la llamada de la Platería de Martínez, extensión de la propia calle y desembocadura al populoso paseo del Prado. Debe su denominación a que siglos atrás se encontraba dicha vía en las afueras de la Villa y Corte y a ella daban las huertas del extrarradio. Otra versión nos dice que era lugar de paso hacia las huertas que en la zona denominada del Prado se cultivaban. En cualquier caso, actualmente es una de las vías señeras y más transitadas del centro de la capital, santo y seña del barrio literario pues no en vano en su empedrado se han escrito fragmentos de los principales autores de la prosa y el verso español, lo que hace las delicias del flaneante, que tiene la oportunidad de hacer un alto en el camino para leer versos o fragmentos narrativos aprendidos en su más tierna infancia o adolescencia antes o después de echarse al coleto un trago de cualquier bebida espirituosa en los variopintos garitos que jalonan su recorrido. Dada su importancia, hoy más que nunca queremos echar mano de nuestros guías habituales, Mesonero y Répide, quienes nos relatan sabrosas e impagables anécdotas, como aquellas referidas a que por Huertas y calles adyacentes se refugiaban las sacerdotisas de Venus, dando pie a refranes tan castizos como el de En huertas más putas que puertas o En Huertas una puta en cada puerta. No nos dicen eso ni don Ramón ni tampoco don Pedro, pues su pudor se lo impedía, pero sí que aluden con cierta sorna al hecho de que por aquí moraban en ameno revoltijo las coimas con los comediantes.

Sociedad El Fomento de las Artes

Inocencio Riesgo Le Grand

El sacerdote franciscano Inocencio Riesgo Le Grand

Vayamos pues con los datos oficiales y pongámonos en manos de Pedro de Répide quien, en Calles de Madrid, deja escrito que las huertas cercanas al Prado, «que dieron nombre a esta calle, eran las del marqués de Castañeda, gentilhombre de Enrique IV, y que después pasaron a ser propiedad de los frailes de San Jerónimo hasta que el crecimiento de la villa obligó a su desaparición». No dan fechas ninguno de nuestros asesores pero se sabe que las huertas del Prado existían allá por mediados del siglo XVII.  Hacia 1920 fecha en la que Répide publica su biblia callejera de la capital, ya la rúa de Huertas tenía su caché pues la califica de «calle muy madrileña, enclavada en el corazón del barrio de los comediantes. Tiene a su comienzo ese atrio maravilloso de la vieja parroquia en uno de cuyos muros se lee aún el azulejo que dice Zementerio -así, con zeta- de San Sebastián». Obviamente se trata del principio de la calle, del lugar que ocupó el cementerio de la parroquia de San Sebastián y del que dimos cuenta en nuestra entrada dedicada a la plazuela del Ángel,  a donde remitimos al lector porque el trayecto nos apremia y hay bastante que narrar.Y es que en el número 6 de la vía el 7 de noviembre de 1837, Ie sacerdote Inocencio Riesgo Le Grand creó la sociedad El Fomento de las Artes para la instrucción de las clases más populares y «armonizar los intereses de los trabajadores con los maestros», según consta en los anales de la época. Riesgo Le Grand fue un fraile franciscano madrileño nacido en 1807 y fallecido en 1874, profesor y publicista y en general hombre muy singular. Sólo hay que leer lo que el periódico La Ilustración Católica comentaba en su edición del 15 de diciembre de 1882, con motivo de un homenaje póstumo, al cumplirse el 75 aniversario de su nacimiento. No pierdan ripio porque el texto lo merece. Dice La Ilustración: «Hace años que la sociedad denominada Fomento de las Artes se distingue por el carácter un tanto avanzado de sus ideas pues allí han ejercido su magisterio hombres de doctrinas funestas y, aunque neutral a todos los partidos, ha dominado entre sus socios el elemento democrático. Pues bien, esta sociedad va a celebrar, justamente el día de los Inocentes, el aniversario del nacimiento de su fundador, y, ¡oh, pícara fatalidad! su fundador resulta que frue… ¡un fraile! El padre Inocencio Riesgo Le Grand perteneció a la orden de San Francisco y él fue quien por verdadero y legítimo amor al pueblo instituyó el Fomento de Artes que, andando el tiempo, había de ser cátedra de sacerdotes apóstatas. Los impíos podrán clamar cuanto les plazca contra los tiempos pasados y entonar himnos en loor de los presentes pero la historia imparcial dirá a las generaciones futuras que todas las grandes instituciones como los insignes monumentos tienen por primera página el nombre de un religioso, o de un sacerdote o de un caballero cristiano, mientras que la última pertenece a cualquier revolucionario que medró a costa de la institución disuelta y del monumento destruido». Sobran las palabras y los comentarios pero bien se puede añadir aquí aquello de que Dios escribe derecho con renglones torcidos ya que se trató de un fraile atrevido, avezado y avanzado sobremanera para su tiempo y con un pensamiento muy contrario a lo que de él podría suponerse.

El príncipe Muley Xeque

Palacio de Santoña

Fachada del palacio de Santoña donde habitó algún tiempo el príncipe Muley Xeque

Pero no nos detengamos más y sigamos nuestro camino hasta llegar a la esquina con la calle del Príncipe, donde se encuentra el llamado palacio de Goyeneche, según Répide, «uno de los caracterizados palacios de estilo madrileño, con sus portadas barrocas y sus anchos balcones». Esta fisonomía se debe a la reforma que llevó a cabo Pedro de Ribera por orden del político, banquero y terrateniente navarro Juan Francisco de Goyeneche que adquirió el caserón en 1731 y que deseaba que Churriguera se lo reformara. La muerte del arquitecto en 1725 obligó a que fuera el continuador de dicho estilo, el arriba citado Pedro de Ribera, quien labrara en granito la portada que da a nuestra calle de hoy. Pero debemos remontarnos al siglo XVI para esbozar la historia del edificio. En esa época fue la casa de Ruy López de Vega, de los marqueses de Fresneda y de los vizcondes del Fresno. En ella vivió el príncipe de Marruecos, Muley Xeque, quien se convertiría al cristianismo con el nombre de Felipe de África. El también llamado príncipe negro. La historia de este hombre tiene su aquel y merece la pena hacer un alto en el camino para narrarla. Había nacido en Marrakech en 1566, hijo del sultán Saadí Muhammad al-Mutawkkil quien, tras reinar desde 1574 hasta 1576, fue destronado por su tío Abd al-Malik. Ayudado por las tropas portuguesas del rey don Sebatián, Saadí hizo frente a su pariente con escasa fortuna para todos pues no en vano se llamó al enfrentamiento batalla de los tres reyes ya que todos perdieron la vida en la refriega, dando paso al reinado del hermano de Abd al-Malik. En consecuencia, Muley Xeque debió exiliarse y llegó a España con doce años de edad, asentándose en la localidad sevillana de Carmona. Decidió abandonar la religión musulmana tras asistir a una romería en Andújar y fue bautizado en el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, apadrinado por el mismo Felipe II, de quien tomó el nombre. Fue designado grande de España y comendador de Santiago y pasó a residir en esta calle de Huertas, haciendo amistad, entre otros, con Félix Lope de Vega, quien le dedicaría una comedia y al menos un soneto. Al decretarse la expulsión de los moriscos, la presencia del antiguo musulmán en la corte resultaba políticamente incorrecta, razón por la que decidió trasladarse a las posesiones españolas en Italia, muriendo cerca de Milán en 1621. Volviendo al palacio que le dio asilo hay que decir que en el siglo XIX fue vivienda de los ricos y aparentemente desprendidos marqueses de Manzanedo, duques de Santoña, quienes en sus salones celebraron suntuosas fiestas. También hay que dejar consignado que fue la última residencia del presidente del Gobierno José Canalejas, asesinado alevosamente en la Carrera de San Jerónimo, desembocadura a Puerta del Sol, el 12 de noviembre de 1912. Vecino del palacio fue anteriormente Miguel de Cervantes, como él mismo apunta en la Adjunta del Parnaso. Pero sigamos adelante recordando que por estos pagos estaba la taberna de Lepre, de la que hablábamos en la entrada de la calle del Príncipe. Más abajo, en la esquina con la calle del León, se encuentra el edificio que fue sede de La Mesta y del que también dimos cumplida cuenta en la mentada entrada dedicada a esta popular vía matritense, como igualmente escribíamos del edificio que se encuentra enfrente, el Nuevo Rezado, que hoy es ocupado por la Real Academia de la Historia.

Fachada meridional del convento de las Trinitarias

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Fragmento del comienzo del Quijote en las baldosas de la calle Huertas

Nos dice Pedro de Répide que desde esta esquina de la calle de Las Huertas con la del León hasta el Prado «pueden ser lugares señalados la fachada meridional del convento de las Trinitarias, la lápida que honra la memoria del gran dibujante madrileño Urrabieta Vierge y sobre lo que fue huerta de los Capuchinos, entre la calle de Jesús y el Prado, el beaterío y jardín de las Hermanas de la Caridad», enfrente del que existía, por cierto, en tiempos de nuestro Ciego de Vistillas un pintoresco patio de chispería «con su fragua crepitante y un árbol añoso que parece dar un prestigio patriarcal a aquel paraje, digno de mover la inspiración de un pintor». Pero detengámonos en el convento de las Madres Trinitarias, actualmente en boga porque se está intentando dar con la tumba de Miguel de Cervantes mediante técnicas muy novedosas en cuanto a la detección de restos humanos. Es probable que próximamente se consiga encontrar la osamenta del manco más venerado de la historia de la literatura, hecho que nos alegraría sobremanera y que resolvería uno de los enigmas más debatidos en el ámbito cultural español. Que así sea. Mientras tanto, digamos que el actual convento de las Trinitarias Descalzas de San Ildefonso y San Juan de la Mata es un conjunto arquitectónico cuya construcción primitiva data de 1609 aunque la edificación actual corresponde a ampliaciones y reformas posteriores. Consta de una iglesia y de un convento fundado también en la fecha de su construcción por Francisca Romero, hija de Julián Romero, general de los ejércitos que Felipe II desplazó a Flandes. En 1673 se llevaron a cabo obras de ampliación que debieron interrumpirse en 1688 debido a la muerte del arquitecto Marcos López. José del Arroyo continuaría la reforma, que llegaría a buen fin diez años más tarde, en 1698. Como es sabido y lo apuntábamos líneas atrás, en la antigua iglesia recibió sepultura el autor del Quijote aunque el templo actual presenta otra configuración, destacando por estar rodeado por el convento. Aquí profesaron una hija natural de Cervantes y sor Marcela de San Félix, la que viera pasar el cadáver de su padre, Lope de Vega, camino de la iglesia de San Sebastián, antes de recibir sepultura en el cementerio que Répide nos nombraba al inicio de la entrada. Algunos de los muebles que en la actualidad se exhiben en la casa-museo de Lope de Vega, en la cercana calle de Cervantes, fueron donados por las religiosas con el fin de ponerlos a disposición de los visitantes de la última residencia del fénix de los ingenios. Y aquí abandonamos nuestro caminar por la calle de Huertas. No, no nos hemos olvidado de la plaza de Matute o de la Platería de Martínez, ambas lugares de flaneo agradable y remansos de paz tanto si se viene del Prado como si nos coge de paso desde el centro en nuestro descenso por la vía que hoy hemos transitado. En otra ocasión nos ocuparemos con la profundidad que merecen estos dos pequeños recintos porque aunque sus dimensiones hagan pensar que poco hay que decir de ellos, nada más lejos de la realidad. Tanto Matute como Platería de Martínez cuentan en sus anales con sabrosas realidades y no menos suculentas leyendas dignas de plática más extensa que un simple apéndice al final de Huertas. Otro día será.

 

 

 

 
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Publicado por en May 26, PM en Calles