La Casa de Fieras fue el primer parque zoológico que existió en Madrid, en el sentido moderno que hoy entendemos este tipo de recintos dedicados a mostrar animales en cautividad, procedentes en su gran mayoría de lugares y entornos exóticos. Se encontraba situado en la parte oriental del parque del Retiro, donde hoy se extienden los jardines del arquitecto Herrero Palacio y los de Cecilio Rodríguez. En ese enclave mantuvo sus instalaciones desde 1830 hasta 1972 pero los antecedentes del primer aprisco de ejemplares cautivos nos alejan en el tiempo hasta 1774, cuando Carlos III mandó construir un parque de animales en la actual Cuesta de Moyano, entonces todavía dentro del perímetro de los Jardines del Buen Retiro. La instalación formaba parte de un conjunto en el que se incluían el Jardín Botánico y el Museo de Ciencias Naturales, museo que se pensaba ubicar en el edificio que actualmente es sede de la pinacoteca del Prado. La construcción de un amplio espacio artificiosamente diseñado para que acogiera diversas especies animales era toda una novedad dentro del mundo cultural europeo, que entonces era sinónimo de mundial, porque solamente Viena contaba con una instalación de estas características a finales del siglo XVIII. La mentalidad ilustrada del mejor alcalde de Madrid contribuyó de manera decisiva a la creación de la Casa de Fieras, un proyecto que se diseñaba desde la doble perspectiva lúdica y científica. Como espectáculo, la creación de un recinto para animales salvajes y exóticos suponía la posibilidad de llevar a cabo luchas entre leones, tigres y los autóctonos toros, enfrentamientos muchas veces desiguales que se solían celebrar en bautizos y onomásticas de las personas reales, como supremas atracciones. Por otra parte, desde el punto de vista científico, se posibilitaba la investigación en el campo de la zoología, algo novedoso, y mucho, en aquella época. Aquellas primeras fieras hospedadas en la Cuesta de Moyano y que englobaban cualquier especie rara, exótica y nunca vista, procedían algunas de ellas de Asia y África pero fundamentalmente de Hispanoamérica, de donde eran enviadas por virreyes y mandatarios locales como presentes para los monarcas. La nómina de bichos raros la componían desde guacamayos a pumas pasando por ocelotes, tucanes, serpientes, caimanes o monos. Incluso un elefante llegó a Madrid andando desde Cádiz tras ser desembarcado procedente de Filipinas. Más o menos a comienzos del siglo XIX las autoridades ordenaron el traslado de las fieras desde la Cuesta de Moyano a la zona nordeste del Retiro, a un lugar conocido como La Leonera. Fernando VII, el rey felón ordenó construir jaulas para los felinos e incluso alojó a algunos osos donde hoy se encuentra la denominada Montaña Artificial, junto a la esquina del parque donde confluyen las calles O´Donnell y Menéndez Pelayo. Pero al llegar la Guerra de la Independencia, había otras ocupaciones más importantes que atender y muchos de los animales -la mayoría- morirían por inanición. Habrá que esperar a 1830 para ver nuevas, diversas y variopintas especies en el solar que hoy nos ocupa, es decir, más hacía el sur de esa zona este del parque madrileño. Las instalaciones fueron mejoradas y ampliadas posteriormente, durante el reinado de Isabel II, época en la que se sabe que se incorporaron algunas aves exóticas. Por entonces, y desde su creación, el recinto era de uso exclusivo para los monarcas y la Corte. Hasta 1868 en que tras la revolución denominada La Gloriosa la Casa de Fieras fue abierta al público para el general disfrute y adjudicada su explotación privada por un periodo de 50 años a un empresario circense y domador de leones llamado Luis Cabañas que le sacó sus buenos dineros durante las décadas siguientes. Nos metemos ya de lleno en el siglo XX y, en concreto, en 1920, momento en que el consistorio madrileño recupera la instalación tras la expiración de la contrata con Cabañas. En ese momento aparece una de las figuras señeras del Retiro en el pasado siglo, Cecilio Rodríguez, arquitecto y jardinero mayor del parque, quien se encargará de remozar y poner al día el recinto de la Casa de Fieras, dotándolo de algunas avenidas y decorándolo con bancos de estilo andaluz que aún en la actualidad se pueden disfrutar. Se incorporaron ejemplares de las posesiones españolas en el Sahara y Guinea Ecuatorial, ampliando el abanico de muestras con leopardos, leones, monos y hienas, a los que años más tarde se unirían osos polares, cebras, avestruces, elefantes y un hipopótamo, como especimen más exótico. El espacio se quedaba progresivamente más pequeño y los animales se encontraban cada día más apezuñados por lo que ya se barruntaban opiniones favorables a trasladar el recinto a un lugar más amplio y desahogado. Pero llegó la Guerra Civil, se paralizó culaquier proyecto y otra vez el abandono se cirnió sobre el zoo madrileño. Muchos ejemplares murieron de hambre y otros fueron sacrificados para alimento de los vecinos de la Villa y Corte. Hubo que esperar a la finalización del conflicto para que nuevamente de la mano de Cecilio Rodríguez se recuperase un recinto que estaba a punto de vivir su edad de oro, pues de una Europa sumida en la Segunda Guerra Mundial llegarían animales de multitud de especies, procedentes de los más importantes zoológicos de los países afectados por el conflicto. Durante los años 60 la Casa de Fieras llegará a contar con más de 500 animales de 83 especies diferentes. El fortísimo y desagradable olor y el minúsculo espacio en el que desarrollaban su existencia eran el denominador común durante esa mentada edad de oro de la Casa de Fieras, según nos confía en su blog Diego Salvador. No era más que el anticipo del que sería el punto y final de la espectacular atracción. El 22 de junio de 1972, siendo alcalde de Madrid, Carlos Arias Navarro, se echaba el cierre a la Casa de Fieras a la par que el zoológico de la Casa de Campo abría sus puertas al público. Las instalaciones del Retiro se desmantelaron en su mayor parte y los pabellones se reciclaron en dependencias administrativas que permanecieron en funcionamiento hasta 2006. Desde abril de 2013 una biblioteca albergan los pabellones que en tiempos no tan lejanos ocupaban las jaulas de los leones. Aún se conservan algunas de las instalaciones que acogían a algunas especies y es un placer visitar los jardines de Herrero Palacios e imbuirse en un ejercicio de imaginación que nos traslade a los años 50 del pasado siglo para recordar aquellas colas a la entrada y aquellos olores durante las aún frescas mañanas de los domingos de primavera, de la mano de nuestros mayores, cuando ante nosotros se abría un exótico panorama difícil aún hoy de racionalizar pero del que disfrutar durante toda una dilatadísima jornada festiva. Contarlo al día siguiente en el colegio era el colofón, la guinda del pastel de aquel auténtico y sin par espectáculo. ¡La Casa de Fieras…
La Casa de Fieras y el costumbrismo literario
La Casa de Fieras ha sido un tema frecuente en la literatura costumbrista del siglo XIX. Lo exótico del espectáculo, unido al de por sí habitual y recurrente Retiro, hacía que las numerosas plumas que practicaban el subgénero del artículo de costumbres pusieran su mirada en los exóticos animales que poblaban la franja este del parque madrileño por antonomasia. Ramón de Mesonero, Vital Aza y José Gutiérrez Solana son algunas de esas plumas y hoy se constituirán en nuestros guías por el fiero cercado. Pero muchos más escritores de la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX pusieron su intelecto a disposición del entonces singular, exótico y novedoso recinto. Comenzamos con Mesonero, quien en su artículo titulado Los Jardines del Retiro, recogido en sus Escenas matritenses, nos confía con pelos y señales el periplo habitual de una familia acomodada de provincias un domingo de reglamentaria e inexcusable visita al parque. Extraemos exclusivamente los comentarios referidos al paso y al paseo por la Casa de Fieras, que el escritor califica de «non plus ultra del entusiasmo y admiración del visitante». Comienza describiendo el edificio, del que dice que es «bello, elegante y bien dispuesto para el objeto y no tendrán motivo de quejarse los exóticos huéspedes de este filantrópico establecimiento de que se haya escaseado aquella comodidad conciliable con su áspera y desabrida condición». Al referirse a los habitáculos para los animales los califica de «espaciosas y cómodas jaulas, bien ventiladas y cerradas con dobles y fuertes rejas trampas; largos y hermosos corredores; guardas diligentes y serviciales; comida abundante y grata; baños para la salud y un salón y enverjado de recreo. Todo esto y más tienen las señoras fieras; y ojalá pudieran decir otro tanto los muchos desgraciados acogidos a los establecimientos de mendicidad en nuestra heroica capital». O sea, que ya El curioso parlante llamaba la atención sobre esa repugnante moda que también hoy en día se extiende por doquier y que supone estar más pendiente de la defensa de la vida animal que de la de las personas. En aquellos tiempos no había asociaciones de defensa de los animales ni otros grupúsculos esclavos de la subvención pero parece ser que no era necesario para hacer bueno el aforismo de Hobbes que recuerda que el hombre es un lobo para el hombre.
Gutiérrez Solana y Vital Aza
El pintor y también escritor expresionista madrileño José Gutiérrez Solana se refiere a la Casa de Fieras en su obra Madrid, callejero, escenas y costumbres, en concreto en su artículo titulado El Retiro. Escribe Solana de la instalación animal para comentar lo concurrida que está los domingos, poniendo el acento en los diferentes ejemplares que hacen las delicias de los visitantes, a saber, monos, la cebra, la jirafa «y el elefante Nerón, sujeto con una argolla de una de las patas traseras, que está en una cuadra de barrotes de hierro. Cuando tocan la campana para la señal de la comida, todo el público se acerca a las jaulas. El domador, que tiene el pelo rojo y la blusa y las manos llenas de sangre como un matarife, lleva una espuerta llena de carne. Al oso negro le da una libreta de pan y un gran trozo de carne que cuelga de los hierros de la jaula. El león da fuertes bramidos que resuenan en las avenidas del Retiro. Luego le da de comer a la foca en un cubo lleno de pescados y sardinas, que tira al aire, recogiéndolos con gran tino. Sale de la piscina con la piel negra y brillante, y va engullendo los pescados enteros. En una artesa está el cocodrilo. A la serpiente boa la saca el domador de un saco y se la enrosca por los hombros, y la da a comer conejos y pichones vivos. Se ve su cuerpo cómo se hincha cada vez que los traga». El periodista y dramaturgo decimonónico Vital Aza dedica igualmente un artículo costumbrista a la Casa de Fieras, publicado posteriormente en la obra recopilatoria Madrid por dentro y por fuera. El artículo en cuestión se titula tal cual Las fieras del Retiro, y en él, tras reflexionar sobre la imposibilidad de pasar por alto el recinto de los animales en una visita al parque de Madrid, pasa a describir lo más llamativo del mismo no sin antes recordar con ironía y sorna que «para ver fieras en Madrid no hace falta ir al Retiro». Pone su ojo y su pluma en primer lugar en el patio de entrada, que él pondera con mayúsculas «el Patio Grande del Parque zoológico, el centro de reunión de lo más escogido de la sociedad; la estación de término de un viaje de circunvalación por el Retiro, y un espectáculo barato y permanente». A continuación pasa a describir la fauna, pero la fauna en que el escritor convierte esa escogida sociedad a la que menciona en el anterior párrafo: «¡El Patio Grande! De cuántas citas y de cuántos amores es él el único editor responsable. Allí recibe a hurtadillas la cándida pollita una perfumada epístola que su novio la entrega, mientras la paciente mamá se extasía contemplando la melena del león o la trompa del elefante». Es dicho patio grande la entrada del fiero cercado, donde se encuentra la verja de hierro, «que a una respetable distancia separa al público de… los actores, se ve siempre ocupada por una apiñada multitud. Allí están reunidos y compactos, como las mayorías en los parlamentos, el matrimonio modelo y el famélico cesante, la robusta nodriza y el chistoso soldado, los juguetones chiquillos y el alegre estudiante, el encopetado personaje y la graciosa modistilla. Todos acuden presurosos, aunque con bien distintos objetos, a contemplar muchas veces por centésima vez las tan ponderadas fieras del Retiro». El artículo continúa con Vital Aza narrando en primera persona su estancia días atrás junto a un amigo de provincias al que le sirve de cicerone. Describe a su amigo, en este caso sí, las características zoológicas de los distintos ejemplares que van visitando, una mona, una zorra de Río de Janeiro, un monje de los Alpes, un águila, una hiena, una grulla real… haciendo comparaciones animalizadoras, a medida que avanzan en el recorrido, con las personas con las que, a juicio de los protagonistas del artículo, mantienen algún parecido físico o moral. Al finalizar la visita el amigo, de nombre Antonio, le inquiere sobre quién corre con el sostenimiento de la colección de fieras. La respuesta no tiene desperdicio: «Ya comprenderás, le contesté, que estando estos animales en El Retiro, deben figurar en las clases pasivas. Pues deben pasarlo mal en estos tiempos, exclamó sonriéndose. No lo creas, -responde Aza-: eso sucedería si estuviesen en provincias pero como viven en la Corte, cobran con puntualidad y sin retraso alguno.» Palabra de Vital Aza.